Martes, 26 de mayo 18:00 horas
Coordinación y selección de textos
Valeria Correa Fiz
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LOS ESPEJOS
Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde
acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a
veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita
y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño
la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,
hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto
qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo
crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,
infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el
mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la
tarde los empaña
el hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya
no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como
fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel
día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de
cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que
edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.
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